
Dirigida por el autor y por Luciana Lagisquet, Fuga de Ángeles tiene un ritmo que no da respiro, y efectos coreográficos –Martín Inthamoussú– que unen y cargan de significado las diferentes escenas, y es pretenciosa en el buen sentido: busca la risa, la emoción y la reflexión, pero afortunadamente no parece tener inquietudes moralizantes. Traslada al espectador la carga de ver qué hay de cierto en todo lo que se exhibe; elude todo juicio de valor y no lo exige al receptor –que es libre de hacerlo o no–. Se concibe la puesta como un juego, los límites entre ficción y realidad son infinitamente depurados, utilizando componentes del realismo mágico, donde lo fantástico y lo verídico se funden hasta perder sus propias esencias.
Los coros, además de liar las historias, ofician de complementos al texto. Las escenas son llevadas a cabo, en la mayoría de los casos, por duplas de actores, mientras los que quedan afuera ofrecen un contexto armónico con lo que se cuenta, cargándolo de poesía, dotándolo de nuevos significados, sin entorpecerlo, combinando elementos de tragedia con comedia musical.
El elenco –joven y numeroso– es, en conjunto, una grata revelación. Capaz de manejar con soltura tanto los momentos solemnes de la obra como los diálogos más absurdos, tiene gracia y naturalidad, algo no menor, puesto que una parte importante del encanto de Fuga de Ángeles reside en la elaboración de los personajes. Merecen particular destaque las actuaciones de Bruno Pereyra, el sádico, y Germán Weinberg, el sobreprotegido.
Amena y cruda a la vez, la pieza tiene los elementos para llevar sin fricciones la heterogénea combinación de lo místico con lo grotesco.
Fuente: Semanario Brecha (15 de enero, 2010)
Fuente: Semanario Brecha (15 de enero, 2010)
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